De repente un dedo aprieta el gatillo de plástico suave y el resplandor enciende la idiotez por la cual se acerca la muerte que no hace recapacitar toda tu vida en un destello. Es la muerte plástica y electrónica vestida de pixeles y cables, en donde nada de lo que has andado te impulsa y en donde todo lo que has detenido te ovaciona. Sujeto retrucado por la rutina y la vida normal distiende todo su pesar y agobio en un sillón. Va rebotando de la pantalla a su inconexión una y otra vez. Pierde su tiempo sin crecer, pasa el tiempo desesperado para que vuelva otra vez lo que no quiere. Pasa los días para retomar lo que quiere evitar. Pasa sus meses, programa a programa, esperando poder llegar al mismo lugar. Pasa sus años, canal a canal, sin haber descubierto las arrugas de su mujer, las uñas de sus zapatos, la inanición de sus hijos, el que es, callado y extinguido en el volumen barato día a día; el que no es, que espera terminar su cumplimiento para hacer lo que quiere cuando ya no es, ni será, ni podrá. La pantalla cambia a fogonazos y ciega con paredes altas y cómodas la mente. Tuerce los lóbulos, los acurruca, los extiende, los amamanta suavemente para que duerman. La televisión es un monstruo bien vestido, bienvenido, bien vengado. Es una mujer exquisita que apaña y mueve sus piernas ajenas, ajenadas, enajenadas, y nos dice a no pensar, a no descubrir que las sábanas se arrugan, que las uñas se cortan, que los hijos comen, que somos alguien, que se puede evitar la pérdida de nuestros días en zapping.
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