Desvarío solitario
Qué sé yo qué hago…
Parece que todo es amargo, que nada florece.
El insomnio se hace largo
entre sombras fluorescentes
y yo como un anciano
voy encorvado entre los muebles.
Hablo solo, me digo:
«He probado estas noches tantas veces».
El río de Heráclito se ha olvidado
del transcurso de mi frente.
Y sólo un Sísifo mal pagado
controla el peso de mis sienes.
Trato de dibujar, de escribir
lo que se siente,
pero en las vías de mis pasos
se enfrentan dos repetidos trenes:
La locomotora del sueño
de un lado con delirio y muerte viene.
Del otro, el tiempo y sus acoplados
con la presión entre los rieles
me aíslan como a un soldado
que en la voluntad se guarece.
Y no sé qué hago…
A veces, me pongo a hablar
con la vida y la muerte.
Las siento a ambas en mis rodillas
y las hago que se besen.
Yo no participo, claro está,
yo solo veo insistente
y con mi sonajero de huesos
les entretengo los dientes.
Me carburo oxidado y con mi sangre de aceite
entre el humo y la niebla
mi soledad va a su suerte.
No es culpa tuya que yo sea un descerebrado
y que la desquiciada soledad
tenga la llave de mi mente.
De alguna forma ella
—que nunca me ha fallado—
me ha dado los mismos ojos
que desencriptan torrentes.
No le tengas celos
que ninguna te ha celado.
Ellas se van a sus rincones
cuando a mi lado vienes.
Porque la vida se hace beso
de tiempo inmóvil en tu abrazo
y la soledad la reemplaza en la boca de la muerte.
Las estupideces que digo
cuando tu ausencia se siente.
Ya ves, eso es todo lo que hago
cuando no puedo verte.